El mes de julio de 2017 está siendo un mes intenso, aunque también lo fue junio. Al viaje a Zurich se sumó una gran carga de trabajo que venía arrastrando de varios meses atrás. Y que culminó en una campaña global en el trabajo, que estoy liderando yo.
Parte de esta campaña implicaba un viaje a París, pero además, me coincidió con una visita a Madrid a ver a una amiga y otra a Bilbao a ver a unos amigos. Y así fue como en 11 días visité tres ciudades, casi sin tiempo de descansar. Nada más que el justo para dejar la ropa sucia y meter limpia en la maleta y vuelta de viaje.
En lugar de contarlo en orden cronológico, me dejo París para el final, que es una de mis ciudades favoritas y así os lo cuento con más detalle. Eso sí, como ya va a haber muchas fotos, sólo os mostraré unas pocas de los lugares en los que comí, que tampoco es plan saturar a nadie.
Un fin de semana en Madrid
Madrid fue una visita relajada. Hace ya casi dos años que me fui de mi ciudad y, de vez en cuando, la echo de menos. Y sí, me encantaría volver con más frecuencia. Pero no tengo ya casa allí y cuando alguien me dice que a ver si nos vemos y comemos, me tengo que reír. Porque claro, no es como subir a un tren de Cercanías y ya. Si voy, me gasto dinero en dos noches de hotel y en vuelos en los días más caros. Así que para que compense, o hago mil planes con mucha gente diferente o, si ese alguien me dice que sólo me podrá dedicar un par de horas de la comida, pues como que no me compensa.
Esta vez, sin embargo, una amiga a la que conozco de antes de las redes sociales pero gracias a Internet (desde el año 2000, si mal no recuerdo) me invitó a su casa. A lo largo de los años nos hemos ido viendo en momentos dispersos, pero siempre hemos mantenido una buena relación e, incluso cuando no hablábamos, la seguridad de que podríamos hablar de todo.
Y dicho y hecho, allí me presenté, con el plan de hablar mucho, tomar algún que otro gin&tonic y comer bien. Básicamente ese fue el plan del fin de semana, comer, beber y hablar. Y a disfrutar de la terraza de su casa, desde la que pude disfrutar de atardeceres maravillosos. Y es que, aunque se diga de otra ciudad, la luz de atardecer en Madrid tiene un color especial.

La noche del viernes, comenzamos con Goiko Grill, ya que le tenía ganas a la nueva hamburguesa Threeler. Como siempre, el trato exquisito, en uno de los Goikos que más visitaba cuando vivía en Madrid porque además me quedaba muy cerca de mi oficina, el de la Glorieta de Bilbao.

El sábado nos fuimos a comer a A’Barra, a la barra gastronómica. El menú degustación fue excelente y el trato de todo el equipo, excepcional. Además, tuvimos la ocasión de que Juan Antonio Medina Gálvez, el chef, nos enseñara la cocina, y a mí esto me encanta.


Poder hablar con él sobre su pasión, sobre cómo el proyecto vio la luz y demás fue un lujo. Y además tenían algunas ginebras interesantes como una canadiense con sidra, que hizo que la sobremesa fuera fantástica. Y ni que decir tiene, se estaba muy fresquito (parece una tontería, pero ese fin de semana en Madrid fue criminal de calor).


A pesar del calor que hacía, volvimos hacia el centro de la ciudad caminando para bajar la comida. Y por el camino nos paramos en el Museo Sorolla. Esta casa del pintor, hoy reconvertida en museo, es una maravilla. La propia arquitectura de la casa es fantástica y tiene hasta un patio andaluz dentro, pero sin duda lo mejor son la gran cantidad de obras del pintor valenciano.


Para cenar, fuimos hasta Umiko, donde había estado muy al principio, al poco de su apertura. La verdad es que me volvió a encantar, y se notó que ya están mucho más rodados, porque el servicio era mucho más rápido y eficiente. Eso sí, la creatividad con los platos y la calidad de los ingredientes, sigue al mismo nivel. Me siguió encantando el punto que le dan al arroz que traen de Toyama y poder hablar con Pablo y Juan sobre ingredientes, viajes a Japón, maduraciones del pescado, alcoholes artesanos en colaboración con Macera, y mucho más.


Al día siguiente, cambio de registro para comer, con unas bravas (¡cómo las echaba de menos!) en La Ardosa que hay en Santa Engracia. La última vez que estuve por allí fue hacia finales de enero, cuando fui a Fitur, y quise ir pero me acerqué un lunes y era justo el día que cierran. Así que esta vez me resarcí.

Y como fuimos a comer con horario casi británico, esta vez, al igual que cuando estuve en enero, también conseguí sitio sin problemas en Sala de Despiece. Volví a pedir el tomate pero cambié de platos, que si lomo de buey, que si presa ibérica, que si burrata… Vamos, un poco de todo para no quedarnos con hambre.


Por supuesto, todo eso lo bajamos con unos ricos helados italianos en La Romana, que estaban fantásticos (y que no conocía, ya que la tienda abrió después de que yo me fuera de Madrid).

Un fin de semana en Bilbao
El fin de semana después de Madrid pasé por Bilbao. Allí se celebraba la 25ª edición de la Euskal Encounter y un par de amigos iban a ir. Otro amigo de Bilbao me dijo de ir y me ofreció su hospitalidad, así que no pude decir que no.

Lo bueno de conocer bastante Bilbao (aunque ha cambiado mucho), por ciertas relaciones románticas pasadas (muy pasadas), es que en este viaje no fui a ver nada en concreto, sino a disfrutar. Y claro, ya que estaba por allí, no pude evitar hacer fotos del tranvía de Bilbao, un modelo Urbos 1 de CAF (tenéis fotos del Urbos 3 que se usa en el metro de Málaga en este otro post).

Comenzamos la noche del viernes de potes por el Casco Viejo de Bilbao, tomando pintxos en Irrintzi y en más sitios, en buena compañía.

Y acabamos en Berton comiendo txuleta, como no podía ser de otra forma. De hecho, este amigo de allí cada vez que he puesto fotos de carne en Londres o en Japón siempre bromeaba conmigo en plan «tienes que probar la txuleta de aquí». Y a eso fui, entre otras cosas, claro. La verdad es que la relación calidad/precio era fantástica.

El día siguiente comenzamos de forma tranquila, yendo a una charla sobre WordPress en el BEC de Barakaldo, donde se celebraba la Euskal Encounter. Luego comida tranquila en casa y, a media tarde, gin&tonic en Sopelana con vistas al mar. Una maravilla.

Por la tarde, más pintxos por el centro de Bilbao y una visita a Basquery, un bar con cerveza artesana que hacen allí mismo y que es propiedad de los mismos dueños que Bascook.

De hecho, la cena la hicimos en Bascook, en el txoko, una mesa apartada del resto del restaurante y cerca de la cocina, donde tomamos el menú degustación. La verdad es que comimos muchísimo, pero el ravioli de rabo de toro, el atún y el maki de gilda estaban muy buenos.


Al día siguiente, y antes de tener que volver, era el día de las paellas en Getxo. Al parecer ese día cuadrillas de todo Bilbao se juntan para cocinar paellas y fuimos invitados por la cuadrilla de mi amigo. Sinceramente, aquí lo de menos es la propia paella. Lo importante es cocinar entre todos, los aperitivos, el txakolí, las cervezas, la charla y las risas y ver las paellas que algunos presentan a concurso, que son espectaculares.

Aunque, por supuesto, los allí reunidos hicimos bromas sobre la apoplejía que tendría alguien de Valencia al llamar «paella» a todo aquello que allí se cocinaba.
Y antes de ir para el aeropuerto, cuando ya pensaba que no daría tiempo, nos dimos un baño en la piscina del hotel de dos de los amigos que habían ido a la Euskal Encounter.

Menos mal que llevé el bañador por si las moscas. Menuda diferencia subir al avión después de haberse refrescado. Porque ese domingo hizo mucho, mucho calor en Bilbao y alrededores.
Viaje de trabajo (y gastronómico) a París
En el centro de la semana tuve que ir a París por trabajo, porque organizaba un evento dentro de la campaña que estoy liderando. Pero aprovechando que iba, reservé también en dos restaurantes a los que les tenía ganas. Pero no adelantemos acontecimientos.

Lo primero es que pude hacer realidad un sueño, que es viajar de Londres a París en Eurostar, cruzando el Eurotunel por debajo del Canal de la Mancha. Ya, los trenes me gustan menos que los japoneses, tienen menos espacio para las piernas pero, en general, me encantó la experiencia. Llegar a la Gare du Nord en París viendo la basílica del Sacré-Cœur fue una maravilla.
Allí lo primero que hice fue tomar el metro hasta el hotel. Aunque vaya suerte la mía, porque la estación que queda más cerca, Saint-Sulpice, estaba cerrada por obras. Pero de cualquier manera me encantó volver a subir al metro de París. Sí, es estrecho, va lleno de gente, no tiene aire acondicionado, a veces huele pero qué queréis que os diga, me encanta.

Por la tarde tuve varias reuniones y tuve que volver a moverme en metro durante parte de la tarde, aunque parte lo hice también caminando. De hecho, esa primera tarde estuve caminando por zonas que recordaba de mi primer viaje a París, allá por 1992, como la plaza de Cambronne. Y ya entonces me encantaba el metro, los nombres de las estaciones.

Es curioso esto, y deja claro que los trenes siempre han sido una debilidad, porque en aquel primer viaje a París recuerdo vívidamente cómo me impresionó el metro de París y su extensa red. Pero, además, me encantaban los nombres de las estaciones, que en muchos casos me resultaban muy eufónicos. Tanto es así, que 25 años después, aún los seguía recordando: Bir Hakeim, La Motte-Picquet-Grenelle, Alma-Marceau, Rambuteau y muchas otras que, por algún motivo que no alcanzo a comprender, siguen grabadas en mi memoria.
Y haciendo un paréntesis, ni siquiera entonces comenzó mi pasión por los trenes. Porque unos años antes estuve de viaje en Lyon con el equipo de baloncesto con el que jugaba. Y recuerdo perfectamente estar viendo las vías de entrada a la estación para disfrutar de los TGV (y sí, era el único de mi grupo que sabía lo que era un TGV). Y antes de eso, recuerdo también viajes por España con mis padres cuando yo tenía 5 o 6 años y pedirles que fuéramos a las estaciones de trenes. Yo me sentaba allí y veía los trenes pasar, mientras mis padres esperaban pacientemente a mi lado. Por eso me hizo mucha gracia que muchos años después hubiera gente que dudara de mi pasión por el mundo ferroviario. Pero bueno, ésa es otra historia y aquí estoy hablando de París.
Volviendo a París, supongo que aquel primer viaje me impactó porque, tras dejar las cosas en el hotel, nos pusimos a caminar. Y en cierto modo, no parecía tan diferente del barrio de Salamanca en Madrid, con sus manzanas cuadriculadas y bloques de pisos más o menos elegantes. Hasta los coches parecían similares, salvo por el hecho de que las luces aquí eran de color amarillo. Pero recuerdo haber doblado una esquina, haber caminado por una pequeña calle y salir al Champ de Mars, con la Torre Eiffel al fondo. Parafraseando a Dorothy, ya no estábamos en Madrid, Toto. Aquello me dejó boquiabierto y comenzó entonces mi flechazo con Paris, aunque lamentablemente la he visitado mucho menos de lo que me gustaría.
Esa primera noche, tras las reuniones y los paseos, tenía reserva para cenar en Astrance, el restaurante de Pascal Barbot con 3 estrellas Michelín. Llegué un poco pronto así que me di un pequeño paseo por uno de mis puentes favoritos de París: el puente de Bir Hakeim.

Este cinematográfico puente es genial, y además desde él se obtienen vistas preciosas de la Torre Eiffel. Merece la pena pasarse por allí.

La cena en Astrance fue fantástica, un menú degustación con maridaje de vinos, con algún plato típico como el milhojas de champiñones con foie. Los vinos estaban escogidos con sumo cuidado para encajar perfectamente con cada plato, ya que había una copa por plato. De todos los maridajes de vino que he probado, es posiblemente uno de los que más me gustó.


La comida fue muy buena, como digo, pero el espacio me resultó algo pequeño y el servicio parecía ir con demasiadas prisas en algunos momentos. De hecho, los dos primeros vinos me los sirvieron sin contarme nada de ellos, por despiste suyo. Algo no muy normal en un restaurante de esa categoría. Aunque debo decir que luego fueron muy amables, las explicaciones extensas, y el trato cercano, además, en lugar de ser estirado, como uno a veces piensa en este tipo de sitios.


Para volver y bajar la comida decidí dar un paseo (de una hora de duración, pero ya sabéis que me encanta pasear por las ciudades y recorrer sus calles). Llegué hasta la Torre Eiffel y el Champ de Mars, y la verdad es que impresionaba. Aunque ahora, con todo vallado para que sólo los que han comprado entrada pasen y todos los puestos en los que venden artículos con la imagen de la torre, resulta un poco triste. Todo el mundo estaba haciéndose selfies, todo el mundo intentando venderte artículos de dudosa calidad, era casi imposible caminar…

Luego el resto del paseo fue bonito, llegué hasta la Escuela Militar, otro de los lugares que recordaba de hace 25 años y de ahí me desvié para pasar cerca de la Tumba de Napoleón, cuyo edificio es precioso (lo visité hace 10 años por dentro, pero esta vez sólo pude verlo por fuera). Y de ahí ya hacia el bulevar de Montparnasse, cerca del cual tenía el hotel.

Al día siguiente, me fui a las bonitas oficinas que Google tiene en París para trabajar por la mañana allí y luego fui hasta el lugar donde íbamos a tener el evento con los Local Guides. Esa tarde fue de mucho estrés, preparando todo, pero salió genial y la gente disfrutó muchísimo. Además, retransmitimos por Facebook Live y Periscope un par de momentos del evento y gustó mucho.


Tras esto, el día siguiente me lo tomé con calma. Preparé algunas cosas de trabajo por la mañana pero tras eso, me fui hasta la preciosa Place des Vosges, la más antigua de París, donde tenía una reserva para comer en el número 9.

Allí se encuentra el restaurante L’Ambroisie, de Bernard Pacaud, también con 3 estrellas Michelín. El propio restaurante ya es una maravilla, con un interior clásico que ya cuesta ver en muchos restaurantes triestrellados y un servicio de mantel y servilleta gigante que también comienza a escasear.

El personal, amabilísimo, muy profesionales pero a la vez cercanos. Y el menú, en este caso, no era degustación. En L’Ambroisie cambian cada estación de menú para incluir platos estacionales y hay 4 entrantes, 4 pescados, 4 carnes, la degustación de quesos, y 4 postres. La carta de vinos, por cierto, es espectacular (y espectacularmente cara, también).

Me dejé aconsejar y pedí un huevo frío-caliente con pepino y caviar que estaba delicioso, y una langosta excepcional. Además, me recomendaron probar el salmonete, y me sirvieron una pequeña ración (que sale más barata que el plato completo). De postre, un merengue con crema de queso y frambuesas y de beber una botella de Chablis de 2012. Tuvieron además el detalle de invitarme a un segundo postre, una tarta de chocolate deliciosa.

Posiblemente es la comida más cara que he hecho en mi vida y sí, el hecho de haber ido sólo puede que a alguno le eche para atrás. Eso de no poder conversar sobre los platos, sobre la decoración, de no poder probar del plato de otro… O pasear luego por la preciosa plaza o por el Marais, pues sí, todo eso afecta, claro. Pero repetiría una y mil veces, qué queréis que os diga.

Tras la comida, y para bajarla, me di una pequeña vuelta por el Marais o más bien una gran vuelta, haciendo un rodeo. Porque tras ver las calles cercanas al restaurantes me fui hasta la Plaza de la República, en el extremo del barrio, y de ahí ya bajé hasta ver el Centro Pompidou, otro de esos sitios que visité hace 25 años. Entonces su arquitectura ya me fascinó y ahora, mucho más.

Continué caminando hasta llegar a la Île de la Cité para ver Notre Dame. Esta vez sin andamios, como en las fotos que tengo de tantos atrás. Eso sí, las colas para entrar eran aún más largas que antaño. Otro de esos sitios tan populares en París que se han vuelto imposibles.

Continué el paseo hasta los jardines de Luxemburgo, cercanos también a mi hotel y allí acabé mi viaje. Aunque no me quejaré porque al llegar en taxi hasta la Gare du Nord pude verla por fuera. Y pese a que en el interior hay obras, la estación es una preciosidad. De hecho, una gran cantidad de las estaciones de tren de París merecen un viaje para ellas solas (pero bueno, aquí vuelve a salir el Luis ferroviario…).

La vuelta la hice en un Eurostar de los antiguos que era algo más incómodo que en el que viajé a la ida, pero pese a ello, volvió a encantarme viajar entre París y Londres en tren de alta velocidad.

El único problema, que no gasté todos los billetes de metro que compré, lo cual significa que voy a tener que volver pronto a París (cuando se quieren encontrar excusas, es fácil :D).
Como cuando os hablé de Zurich y Lucerna, todas las fotos aquí son de móvil.
Muy bueno el Post, me encanto
Muchas gracias Farid :)
Vaya tres Sirenos en la piscina…
A cada cual más sexy :)
muy interesante, Muy buenas fotos
Gracias :)